martes, 13 de enero de 2015

“WALL STREET” (JOSÉ ANTONIO LÓPEZ HIDALGO)



Novum annum et faustum omnibus! ¡Feliz Año Nuevo para todos! Quien desde aquí os habla espera que todos hayáis tenido unas fiestas más que felices y que hayáis tenido tiempo para disfrutar de la lectura. Regresamos, por supuesto, llenos de ilusión y, para demostrarlo, os traemos hoy un magnífico cuento titulado “Wall Street”, que generosamente nos ha enviado José Antonio López Hidalgo, profesor de lengua y autor de talento más que probado, avalado, por ejemplo, por el premio Juan Rulfo de novela corta del año 2006.
En este cuento de tan contemporáneo título, cuya explicación se aporta en la nota final, realiza José Antonio una deconstrucción de la leyenda de la guerra de Troya y de sus motivos, sin que pierda por ello la leyenda un ápice de universalidad. El motivo del amor, o mejor, del deseo, se sustituye por otro casi tan antiguo pero bastante más prosaico, el del dinero. Esperamos que lo disfrutéis tanto como nosotros. Muchas gracias, José Antonio, y, por supuesto, congratulationes plurimas!
                                              
WALL STREET
            Jose Antonio López Hidalgo
Desde la amplia terraza decorada con estatuas de leones en actitud arrogante, Palamedes oía el bullicio del gran mercado en su hora de mayor actividad. Esa era la perspectiva que más le gustaba, desde una altura en la que la gente parecía manejable, cada hombre cabría fácilmente en su mano, podría sujetarlo entre los dedos e ir moviéndolo de aquí para allá, entre los tenderetes, como conviniera al mejor orden del día, igual que haría con los muñecos de tierra cocida con los que se representaba la estrategia de una batalla inminente. Palamedes sólo aceptaba sostener la mirada próxima de uno de los suyos, los semejantes en responsabilidad y poder, y por supuesto en la capital del reino apenas había un puñado de ciudadanos selectos que accediesen a esa categoría. Desde la terraza de los leones no resultaba fácil distinguir los detalles de los negocios que establecían los mercaderes con sus clientes, pero nada había más previsible que las transacciones comerciales cuando el optimismo impregnaba la vida de quienes creían que el éxito se había convertido ya en algo cotidiano. Apoyado junto a la pata formidable de uno de los leones, Palamedes buscaba en el aire la densidad de los perfumes, del cuero repujado, de las telas con filigranas de oro, de las diademas cargadas de piedras preciosas. . . El lujo creaba su propia atmósfera, fragante y protectora. No existía otro lugar más afortunado sobre la tierra de las criaturas mortales, el centro del mundo donde todo lo que merecía la pena acababa por llegar y suceder; Palamedes se sabía impulsor de ese paraíso de elegidos, y también conocía los esfuerzos, los cálculos con que debían sustentarse los pilares de estos privilegios. Palamedes había triunfado porque había sido capaz de adelantarse a los movimientos de los rivales; nunca le habían atenazado los riesgos, consciente, mejor que nadie, de la caducidad de los logros, de que un solo error bastaría para arrojarle a la nada. Y el peligro de equivocarse y perder hacía cada momento más intenso. Ahora, de nuevo, se avecinaba la necesidad de tomar decisiones irrevocables, la sangre corría por sus venas con un empuje que no había provocado la madurez sino el juego de apostar incluso contra el destino. Era también una divisa de su virtud: si Palamedes se atreve, Esparta no se echará atrás. Mantenía esta condición con un orgullo prudente; no ignoraba que Agamenón era celoso de la fama de quienes le rodeaban: no dudaría en talar un árbol que le diese una sombra incómoda, a pesar de que con su arrebato pudiera eliminar la belleza o la salud del jardín. Palamedes advirtió enseguida el vuelo de la túnica de Méntor que se acercaba por la galería norte.
 -Te deseo un buen día, Palamedes. He recibido tu mensaje, y me pareció tan urgente, y tan poco explícito, que reconozco que me ha preocupado.
 -Sin duda, Méntor, será una preocupación rentable. Sólo podemos admitir la preocupación que nos conduzca a encontrar soluciones, suponiendo que debamos buscarlas.
  -¿Y debemos?
 -Ven hasta aquí, Méntor. Mira el mercado. Fíjate en la alegría con que unos y otros compran y venden. ¿No es una visión encantadora? Pero tal vez sean tan felices porque ninguno de ellos es consciente de las amenazas que se ciernen. Confían en que nosotros mantendremos esta comunidad libre de adversidades.
 -¿Amenazas? Ay, amigo mío, creo que vas a decirme algo que hará las noches más largas y oscuras.
 -Podría ser una tiniebla perpetua si no nos adelantamos a lo que está por venir. Tú y yo tenemos esa habilidad. Siempre hemos diseñado lo que tiene que ocurrir  para que nuestro bienestar no se rompa ante los peores augurios.
 -Déjame participar de tus informaciones, Palamedes. ¿Han hablado tus espías de algún daño que vaya a alcanzarnos?
 -Esos contactos a los que llamas espías viajan por todas las rutas conocidas, e incluso se atreven a abrir nuevas colonias en lugares de cuya seguridad no se sabe nada hasta que se prueban. Navegantes y mercaderes que son nuestros ojos allá donde puede surgir el engaño o una situación inestable. Por lo general son prudentes, pero a veces la prudencia excesiva se confunde con el miedo ante cualquier sospecha. Hay que definir bien y separar las amenazas reales de las fantasías. Porque una mala gestión de las noticias puede conducirnos al error, actuar de manera desproporcionada y crearnos enemigos que no lo eran.
 -Lo sé. Y también sé que nadie como tú para discernir entre lo valioso y la escoria. Si has creado esta alarma para que acudiese urgentemente a tu cita, debes tener pruebas que la justifiquen.
 -En efecto. Tu tiempo es importante y no me atrevería a desperdiciarlo con rumores que careciesen de fundamento.
 -Entonces no prolongues más este camino hacia la confidencia. Has ganado mi interés por completo. Estoy sobre ascuas.
 -No quiero ganarme sólo tu interés, Méntor. Necesitaré tu apoyo. Porque cualquier duda retrasaría nuestra reacción y, como te dije, nos conduciría a la tiniebla permanente.
 -Nunca he dudado de ti, Palamedes. Tampoco lo haré ahora. Estoy seguro de que tu información me convencerá. Hay quienes hablan mucho y sólo ofrecen el aire que han respirado. Pero tú siempre has obtenido nuestra confianza con hechos. No eres un charlatán, sino el fundador de los grandes logros de Esparta. Dime, Palamedes ¿de dónde procede lo que hemos de temer? Vivimos una paz muy rentable desde hace algún tiempo, pero no ignoro que la paz no dura si queremos seguir manteniéndonos a la cabeza del imperio aqueo.
 -Dices bien. En la cumbre no hay posibilidad de dormirse. Los vientos más furiosos golpean una y otra vez. En esta ocasión no los notamos porque se originan detrás de una barrera de credibilidad por nuestra parte. Pero se preparan. Contra nosotros, Méntor.
 -Revélame el nombre del enemigo y actuaré junto a ti para que se conozca la verdad. Tienes mi palabra.
 -Troya.
 -¡¿Troya?! Desde hace tiempo firmamos pactos de no agresión, no ha habido un solo incidente que muestre hostilidad. Nos respetamos, y eso nos ha hecho más fuertes.
 -O más confiados en las apariencias. Y así se construye la barrera detrás de la cual Troya conspira con sus vecinos para convertirnos en súbditos. Llevan años organizándose en la sombra. Mientras redactan documentos de amistad hacia nosotros, los aqueos, buscan en secreto los medios necesarios para destruirnos.
 -No dudo de ti, pero no sé cómo convenceremos al gobierno y a nuestros aliados. Atacar Troya sin un motivo claro, como creo que propones, nos conduciría a la desunión y probablemente al principio del fin.
 -Habrá motivo, Méntor. Ya te dije que tú y yo poseemos la virtud de adelantarnos a los acontecimientos. No atrapamos a la presa sin haber tejido antes una red en el lugar oportuno.
 -No dejas de sorprenderme. ¿Puedo saber cuál sería ese motivo?
 -Recuerda que está previsto que venga próximamente a Esparta una delegación troyana como prueba de nuestras buenas relaciones.
 -Es una visita marcada por el calendario de los pactos entre Troya y Esparta. Un asunto bastante ordinario, Palamedes.
 -Ahora puede convertirse en excepcional. Príamo nos envía como huésped a su hijo Paris, un joven arrebatado y temerario, más hecho a los placeres que a la política. Quiere dar una imagen frívola de su reino como cortina de humo. ¿Quién desconfiará de Troya si su representante oficial es un libertino al que no le preocupa nada más que las fiestas, el lujo y las mujeres?
 -Todavía no veo qué camino estás intentando abrir.
 -Nos aprovecharemos de su propia estrategia. Si Príamo hubiese enviado a Héctor, su hijo sucesor y astuto en las trazas del poder, no resultaría fácil manejarle. Pero con Paris todo será distinto.
 -¿De verdad crees que Paris va a permitir que lo manejemos?
 -No será su voluntad. Pero el deseo carnal de un hombre como él anula a menudo las indicaciones de la prudencia. Helena es el símbolo de la belleza, la mujer prohibida, y también el cebo y el error en que caerá Paris.
 -Menelao te cortará la cabeza si sospecha tus intenciones.
 -Menelao no sabrá nada hasta que suceda. No es difícil disimularle la realidad a Menelao, ya lo hemos hecho en otras ocasiones ¿no es así, Méntor? Gobierna Esparta, en efecto, pero eso no significa que conozca los recursos que Esparta necesita para existir.
 -¿Y Helena?
 -Es una mujer ambiciosa. Su leyenda como reina de Esparta se empieza a estancar en la rutina. Necesita señales de gloria. No tendrá nada que perder y, en cambio, puede conseguir que su nombre no se olvide jamás. Yo me encargaré de convencerla.
 -Dime cómo lo harás.
 -La tentación será irresistible para ella, igual que ella ha de convertirse en una tentación irresistible para Paris, que tendrá que raptarla y llevársela a Troya, con su consentimiento. Así<se provocará le guerra, porque Menelao no admitirá la deshonra, y los demás reyes aqueos están comprometidos a prestar su ayuda por las alianzas. Si Troya ganara la guerra, algo que no podemos concebir, Helena sería el motivo y todos los troyanos la encumbrarían hasta lo más alto. Y si nosotros ganamos la guerra, como ha de ser, hablaremos a Menelao del sacrificio de Helena, de su entrega para provocar que los aqueos tomaran las armas y se adelantaran con ventaja a la traición de Troya.
 -Planteas una jugada difícil. La cólera de Menelao siempre ha nublado su inteligencia y, aunque luego pueda arrepentirse, sus primeros actos de furia, sus arrebatos, suelen ser terribles. Temo que nos degüelle a todos, Helena incluida, en cuanto se entere de que le hemos engañado. Ni siquiera el orgullo de una victoria bastaría para calmar su ánimo.
 -La guerra será larga, Méntor, muy larga. Más que aquellas de las que oímos contar en el pasado y dejaron huella. Troya opondrá una enorme resistencia. Y el desgaste de batallas continuas, lejos de casa, cambia a los hombres, especialmente a los guerreros. Menelao querrá restaurar lo que hoy está viviendo, su felicidad particular, y accederá a lo que sea con tal de lograrlo. Pero entonces tampoco su poder resultará tan amenazador.
 -¿Haces predicciones o lo tienes todo tan bien calculado que no temes equivocarte? Los asuntos de los hombres no son un libro ya escrito que otros hombres puedan leer.
 -Nosotros buscamos que los hombres sean previsibles ¿cómo, si no, realizaríamos con éxito nuestros negocios? La fortuna consiste en tomar ventaja y conocer el camino que los hombres recorrerán. Los imprevistos no nos han colocado a ti y a mí en nuestra avanzada posición. No hay nada que aborrezca más que una sorpresa.
 -¿Y estás, por tanto, completamente seguro de que el ejército apoyará la idea de embarcarse en una guerra larga y cruenta?
 -El ejército obedecerá a sus jefes, y sus jefes tienen compromisos que cumplir, obligaciones a las que no darán la espalda porque su propia existencia depende de que en esa tela de araña no se rompa ningún hilo. Además, nos hacemos un favor a nosotros mismos. Los guerreros ociosos son un peligro. Vamos a ofrecerles un destino glorioso, un enemigo contra el que combatir y que borrará todas las dudas y las sombras. La guerra deslumbra a los héroes y los convierte en seres deslumbrantes.
 -¡Qué bien vendes tu mercancía, Palamedes! Me pregunto si alguien de la perspicacia de Ulises también participará de la claridad de tus planes.
Por primera vez en la conversación el rostro de Palamedes renunció a la sonrisa arrogante con que había apoyado sus palabras.
 -Ulises. El astuto Ulises que siempre parece ir por delante de todos los demás. ¿Cómo ocultarle nuestros auténticos propósitos? Sería una necedad que lo tuviéramos como enemigo. Pero, por suerte para nosotros, también él está obligado por sus compromisos. No querrá dejar Ítaca, hará lo posible por escabullirse de sus obligaciones en los acuerdos entre pares. Yo mismo acompañaré a Menelao hasta Ítaca, le recordaré su pacto de lealtad. No podrá eludirlo. En cuanto se encuentre lejos de su isla y respire otros aires, no querrá perderse los grandes acontecimientos que traerá esta guerra colosal. Ulises ama los desafíos, y por eso acostumbra a esconderse de ellos en su hogar. Es un hombre prudente.
 -¿Y tú? ¿No quieres tú asistir a esos grandes acontecimientos como protagonista?
 -Ah, Méntor, no es esa mi condición. Ya lo sabes. Nosotros estamos hechos para otra clase de retos. Y la guerra contra Troya nos dejará las manos libres. Unos rompen los muros y aclaran el paisaje, y otros trazamos los caminos y, por tanto, la dirección en la que debemos dirigirnos.
 -Así que lo que es bueno para Palamedes es bueno para Esparta. Veo tus negocios ensanchándose sin medida. Para un ejército como el que calculas se necesitarán naves, armas, víveres. . . Entonces serás fabulosamente rico e imprescindible. El ciudadano más poderoso de Esparta.
 -Seremos ricos e imprescindibles. Estamos juntos en esto. Acompáñame a palacio, si te parece oportuno. Tengo que concertar una entrevista privada con Helena.


Nota del autor: Desde el título, Wall Street, se intenta indicar que con los siglos, y la cantidad de Historia transcurrida, no ha cambiado la idea de que la guerra es una de las mejores maneras de hacer negocios –sobre todo para los vencedores- y que los seres humanos aceptamos ingenuamente, o con apasionada lealtad, los mitos que pretenden ensalzarlas y justificarlas, o, siendo más prosaicos, leyendas como la búsqueda de armas de destrucción masiva.