Es
tiempo de viento, frío y castañas bajo el Diente del ahorcado y, por supuesto,
es tiempo de pasar miedo. Así lo han entendido nuestros muy arrojados alumnos
de 4º de la ESO, que bajo la dirección de María y Javier, sus profesores de
Lengua Española y Teatro, decidieron hacérselo pasar un poco mal a sus
compañeros de 2º el pasado miércoles. No demasiado, tampoco. Leyeron tan sólo
algunas historias de miedo y terror y estoy segura de que más de uno miró bajo
la cama antes de irse a dormir y de que encendió más luces de las estrictamente
necesarias para recorrer el pasillo... ¿o no?
Sea
como fuere, el caso es que algunas de las historias que el otro día leyeron
venían escritas por ellos mismos. ¡Ahí es nada! Sus profesores han seleccionado
dos de ellas y aquí os dejo la primera entrega. Viene firmada por Daniel
Ramírez y es un más que sugerente cuento de terror de los de noches de
tormenta, caserones abandonados y, por supuesto, fantasmas del pasado... Todo
un clásico, vaya.
Disfrutadlo
como lo hemos hecho nosotros y a ti, Daniel, ¡enhorabuena y gracias!
“LA MANSIÓN DE LOS ESPECTROS”
Adolfo
Fuentes, reconocido escritor de misterio, buscando la inspiración para una
nueva historia, decidió ir a pasar la noche a “La mansión de los espectros”, llamada así por la gente del lugar
porque sus paredes habían sido decoradas con animales grotescos y se decía que
quienes habían pasado la noche allí afirmaban haber vivido extraños sucesos. La
casona se encontraba en las afueras de Buenos Aires y, desde décadas, pocos se
habían atrevido a visitarla, asustados por las terribles historias que habían
escuchado contar.
Adolfo
llegó pasadas las diez de la noche y tuvo que romper el candado para poder acceder
al extenso terreno de acceso. Arrancó su coche y condujo hacia la casa
atravesando un largo sendero de cipreses. Allí estaba la mansión, imponente y,
a pesar del deterioro que había sufrido a lo largo de los años, aun se podía
reconocer en ella la majestuosidad de otra época.
Descendió
del automóvil y, cuando se disponía a cruzar sigilosamente el umbral de la
casa, le sobresaltó una inesperada llamada a su móvil. Descolgó rápidamente,
pero no obtuvo respuesta, solo pudo oír el silencio al otro lado de la línea,
por lo que decidió adentrarse lentamente en el enorme hall. De pronto, en el
momento en el que se dirigía hacia una de las puertas de la planta baja,
escuchó un crujido en las escaleras, situadas a su espalda. Un escalofrío
recorrió todo su cuerpo. Se giró. No encontró a nadie, pero un impulso
incontrolable gobernó su voluntad y le obligó a continuar su reconocimiento de
la casa ascendiendo por las escaleras. A cada paso que daba, los peldaños
traqueteaban bajo sus pies.
Al
final de la escalera, distinguió un pasillo aparentemente desierto, aunque
tenuemente iluminado por la luz de la luna, que se filtraba a través del
resquicio de la puerta de acceso a una de las estancias al fondo del pasillo.
De repente, se le heló la sangre al ver que desde esta una pelota, que
reconoció al instante, se deslizaba hacia él. Su mente recordó entonces aquel
fatídico verano en el que perdió a su mejor amigo a la edad de siete años.
Recogió la pelota del suelo y, temblando, encaminó sus pasos hacia la
habitación de donde provenía. Podía oír cómo las ramas de los árboles que
golpeaban levemente contra uno de los ventanales marcaban el ritmo de sus pasos
y, en la lejanía, el eco de una voz infantil llamándole entre susurros.
Cuando
cruzó el umbral de la puerta, se quedó inmóvil al reconocer la imagen de su
amigo, que se apareció ante él en la penumbra. Cerró los ojos y miró de nuevo,
con la esperanza de haber sido víctima de una alucinación, pero permanecía ahí,
dirigiéndole una mirada triste e interrogante. Adolfo cayó de rodillas y lloró
desconsolado, embargado por la culpa. El espectro de su amigo le tendió
entonces la mano y, asintiendo, le ofreció la pulsera que un día fue símbolo de
su amistad. Al tomarla, una sensación de paz invadió su cuerpo y su amigo se desvaneció
progresivamente, diciéndole adiós.
Las
experiencias vividas aquella noche se grabaron en la memoria de Adolfo Fuentes
para siempre, quien las plasmó por escrito en estas páginas que ahora escucháis
y que alguien encontró casualmente tras su muerte detrás de las paredes de la
estancia en la que se reencontró por última vez con su pasado.
Por Daniel Ramírez (4º de la ESO)
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