Lo prometido es deuda y
aquí, Bajo el diente del ahorcado, somos gente de palabra. Una semana después
volvemos, pues, con la segunda y última entrega de nuestro especial de
Halloween. Viene firmada, ¡cómo no!, por Fernando Pérez, de 4º de la ESO, que
en este primer trimestre se está mostrando como un blogger más que entusiasta y se ha propuesto en esta ocasión
ponernos la piel de gallina y los pelos de punta con una macabra historia sobre
tenebrosos cementerios y gigantescas gárgolas. Leed, leed, mis jóvenes amigos y
a ti, Fernando, ¡enhorabuena y gracias! ¡Que cunda el ejemplo!
Había ido, como cada
mes, a visitar la sepultura de mi difunto padre. Esta se hallaba en el
cementerio de un pueblo oscuro, oculto entre montañas áridas y prados ocres. Ha
pasado ya el tiempo y aun no sé por qué quiso ser enterrado en ese lugar, al
que tan solo había acudido un par de veces.
Así pues, ahí estaba, frente
a una gran gárgola alada de piedra que se apoyaba en cuclillas sobre su
pedestal. Era realmente escalofriante: tenía alas de murciélago, el cuerpo
fuerte y escamoso, cuernos puntiagudos y unos dientes afilados como cuchillos.
Este monstruo vigilaba desde su muerte la tumba de mi padre, que, ubicada a sus
pies, estaba adornada con un pequeño ramo de rosas rojas, el único color vivo en
ese cementerio lúgubre, poblado de árboles desnudos y ennegrecidos, y en el que,
cuando soplaba el viento, este parecía querer llevarse consigo el alma de quien
se atreviera a cruzar su entrada.
Me arrodillé para
retirar los hierbajos de la lápida, descuidada y llena de grietas, y a cuya
piedra el musgo y el agua habían pasado factura. En silencio, continué
limpiando cuidadosamente los bordes de la tumba.
-Mírame -dijo delante
de mí un susurro tenebroso.
Levanté la cabeza y dirigí
la vista en todas direcciones. No había nadie. Habrá sido el viento,
pensé. Volví a mi trabajo, dejando de prestar atención a mis oídos.
-¡He dicho que me
mires! Esta vez fue un grito, y no un susurro, lo que trajo consigo el
viento.
Volví a levantar la
cabeza algo asustado, pero seguía sin reconocer de dónde provenían exactamente
aquellas palabras. De repente, un escalofrío recorrió mi espalda y clavé mis
ojos en los de la gárgola.
- ¿Qué haces aquí?
–preguntó firmemente.
Un aire gélido que partía
de la monstruosa estatua me golpeó en la cara.
- Ahora, responde a
mi pregunta –insistió con voz amenazadora.
-He… He venido a
visitar la tumba de mi padre- contesté yo, aterrorizado.
El monstruo rió de un
modo inquietante. Tras una breve pausa, la estatua comenzó a temblar, desplegó
completamente las alas y se levantó erguida sobre sus patas, mostrando a una
bestia descomunal que medía más de dos metros de altura. El coloso soltó un
gran grito de liberación. En el momento en el que yo intentaba levantarme para salir
huyendo, el suelo se abrió bajo mis pies.
Me deslicé por un
terraplén, hasta caer en un pequeño habitáculo lleno de restos humanos. A mi
derecha había una gran roca y, tras ella, un orificio del que provenía la luz
rojiza de un fuego.
Una gran llamarada salió
del agujero y comenzó a propagarse hacia mí con extrema rapidez. Intenté
escalar por el terraplén, pero resbalaba continuamente y, en varias ocasiones,
el fuego me alcanzó los talones.
Finalmente, conseguí
llegar hasta arriba y levantarme. La bestia chilló aun más fuerte. Comencé a
correr. Una fuerte explosión salió del agujero, lanzándome unos metros
adelante. Aterricé en el suelo boca abajo, me giré y sentí sobre mí la fría
mirada de la estatua. Al levantarme, salí corriendo a toda prisa y, jadeante y
al límite de mis fuerzas, conseguí huir del cementerio.
Jamás he vuelto a
visitar los restos mortales de mi padre, pero hay quien dice que, especialmente
en las noches de luna llena, se escucha el batir de alas de un extraño animal
que sobrevuela las lápidas centrales del cementerio, acompañado del lamento de
las almas de aquellos que, con menor fortuna que yo, un día visitaron el
inframundo.
Por Fernando Pérez (4º
de la ESO)