A poco más de un día
para la noche más terrorífica del año... (¡Ja, ja, ja, ja...!), nos llega la
tercera entrega de relatos destinados a ponernos la piel de gallina, inscrita
en esta ocasión en ese subgénero tan de moda entre nuestros adolescentes, ¡el
de los vampiros! Viene firmada por Andrea San Vicente, también de 4º de la ESO,
a la que desde aquí, por supuesto, le damos efusivamente las gracias: Gratias plurimas, Andrea!
Quizá lo que os voy a contar os parezca
ficción pero es verdad. Es verdad porque yo los vi. Eran tal y como los
describen en los libros. Él me llamó la atención especialmente cuando lo vi la
primera vez. Había algo extraño en su mirada, intimidante pero a la vez
atrayente.
Todo comenzó en el instituto de Montrose,
un pueblucho de Pensilvania. Estábamos a mitad de curso cuando un chico nuevo
llamado John Lemacks se incorporó a las clases. ¡Era tan guapo! Por suerte, en
mi clase solo había otras dos chicas y no muy agraciadas, así que yo tenía
ventaja. En el recreo encontré por fin la ocasión perfecta y me senté junto a
él. Fue entonces cuando le miré a los ojos y… sentía como si me estuviera
perforando con la mirada. Me quedé callada. Él fue quien rompió un silencio
incómodo:
-
Encantado de conocerte, Brandy.
En ese momento no pude evitarlo, me
sonrojé.
-
¿Cómo es que sabes mi nombre? –le pregunté.
-
Muy sencillo -y soltó una breve carcajada-. En la lista de clase aparece
tu número, tu nombre y la mesa que ocupas en clase.
Sonreí mientras miraba hacia la ventana.
Entonces me propuso:
-
Si quieres, quedamos esta tarde y me vas poniendo al día sobre los
deberes.
-
Claro –afirmé con una amplia sonrisa. Pero… ¿Adónde voy?
-
Vivo en la calle Alice Hackney nº 13. ¿Quedamos a las siete?
-
Ahí estaré.
¿Por qué me sonaba tanto esa calle y ese
número en particular? Se me estaba haciendo eterna la tarde. Solo quedaba una
hora para las siete. ¿Sentía algo por ese chico? ¡Pero si no sabía nada de él!
Decidí salir pues estaba impaciente y pensé que me vendría bien un paseo. Ya
era de noche, así que avisé a mis padres de que me iba y cogí un abrigo.
Llegué a su casa. Ya sabía por qué me
sonaba tanto. Cuando era pequeña mi abuela me contaba historias sobre ella.
Decía que había vivido allí una familia de vampiros formada por los padres y su
hijo, quienes un buen día, sintiéndose en peligro, habían huido hacia Europa.
Toqué el timbre un poco asustada. De
repente, se abrieron las puertas lentamente con un molesto chirrido. Quise darme
la vuelta y regresar a casa porque tenía malas vibraciones. Y entonces:
-
¡Brandy! –gritó John-. ¡Ya has llegado!
-
Sí –contesté con voz temblorosa-.
Aparecieron entonces los padres, tan
atractivos como él, altos, delgados, rubios y extremadamente pálidos.
-
Hola, Brandy –saludó la madre-. Bienvenida. ¿Te gusta nuestra casa?
-
Sí, parece enorme –respondí.
Entonces John sugirió:
-
¿Te quieres quedar a cenar? Mis padres son unos excelentes cocineros.
-
Pues… Tengo que preguntárselo primero a mis padres.
No pude contactar con mis padres. De todos
modos, tenía ya decidido aceptar la invitación. Les envié un mensaje para que
no se preocupasen. John me enseñó su casa. Era oscura y fría, y de estilo
gótico. Pregunté por los servicios.
-
Todo recto y a mano derecha –me indicó.
De camino me pareció ver una sombra, como
si tuviese a alguien o algo detrás de mí. Me giré pero no vi nada. Solo eran
imaginaciones mías.
Llegué al baño. Al salir, vi una ventana
que se abría y cerraba golpeteada por el viento. La cerré e inesperadamente se
abrió una trampilla bajo mis pies. Intenté agarrarme a algo para evitar la
caída sin éxito.
Me encontré de pronto, desorientada, en un
lugar desconocido y sentí miedo.
Entonces pude distinguir un ataúd. Todo era demasiado extraño. Empecé a
darle vueltas a las historias que me contaba mi abuela sobre la casa y la
familia de vampiros. ¡No podía ser! ¡Los vampiros solo existían en los relatos
de terror!
Se escuchó de pronto un grito y,
completamente aterrorizada, me eché a correr, sin reparar en la viga que tenía
delante. Me golpeé y caí inconsciente. Al despertar, yacía sobre una mesa de
piedra atada de pies y manos. Intenté imaginarme que todo era un sueño. Sin
embargo, aquello era real. Sin querer, grité:
-
¡No existen! ¡Los vampiros no existen!
A continuación, aparecieron dos sombras de
la nada. ¡No podía ser! ¡Eran los padres de John! Se acercaron y me susurraron
al oído:
-
Tú eres nuestra cena –entre risas.
No sé cómo mantuve la calma pero entonces
recordé las palabras de mi abuela: “La única manera de matar a un vampiro es
rozando su piel con una cruz”. Mi abuela era extremadamente creyente y de
pequeña me obligaba a llevar una cruz colgada del cuello porque decía que así
siempre estaría a salvo. Tras su muerte no me la volví a quitar.
Cuando parecía que se habían ido aproveché
para esconderme tras una columna llena de telarañas. Esperé pacientemente hasta
que se oyeron unas voces. Supe que eran ellos porque reconocí las sonoras
pisadas del señor Lemacks. Cuando apareció ante mis ojos, me abalancé sobre él por
sorpresa. Con la cruz en la mano, se la coloqué sobre la frente y este empezó a
consumirse. No me dio tiempo ni a darme la vuelta cuando la señora Lemacks
apareció detrás de mí, me empujó y la cruz cayó al suelo. Pensé entonces que
todo estaba perdido. Forcejeamos en el suelo cuando noté de pronto un ligero
pinchazo en el hombro derecho. Sin pensarlo dos veces, la empujé y tuve el
tiempo justo para recoger el colgante. Cuando se lanzó sobre mí de nuevo para
morderme con sus brillantes colmillos, coloqué la cruz sobre su pecho y, acto
seguido, la Sra. Lemacks
se desvaneció inmediatamente.
No estando dispuesta a quedarme un solo
segundo más en esa espeluznante casa, subí por unas escaleras sin idea de a
dónde daban. Llegué a la biblioteca de la casa pero permanecí alerta pues no
había visto a John desde hacía rato. Miré hacia un lado y hacia el otro.
Visualicé la puerta y corrí hacia ella. John había desaparecido.
Regresé sin dejar de correr hacia mi casa
intentando asimilar lo vivido. Escuché entonces una voz: “Buena jugada”. Eran
las palabras de mi abuela. ¡No podía ser! Había fallecido hacía un año. Le
agradecí en mis pensamientos toda la ayuda que me había prestado y sentí su
mano cálida tocándome la frente.
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