martes, 2 de febrero de 2016

MONSTRUOSOS LATINISTAS (I) JORGE EROSTARBE OCHOA, LA NOCHE QUIETA



Monstruosos latinistas


Hola a todos,

Hoy quiero compartir con vosotros una pequeña parte del proyecto en el que estamos trabajando en la asignatura de Latín. Hemos estado estudiando los animales fabulosos y los monstruos que aparecen en la mitología clásica y los hemos comparado con las representaciones que de ellos se hicieron en la Edad Media, analizando su simbología y características en ambos períodos.
Una vez conocidos, se han convertido en los personajes de distintos relatos que ahora queremos haceros llegar a vosotros.
El que hoy se presenta aquí es el relato de Jorge, que tiene por protagonistas un tritón y una… bueno, no os lo cuento, es mejor que lo descubráis vosotros mismos.
Pilar

LA NOCHE QUIETA





El silencio impregnaba de forma extrema, casi claustrofóbica, cada segundo que hubo de transcurrir aquella noche.

Una noche callada, una noche agonizante desde su silencio, triste desde su agonía, quieta frente a la amenaza que tarde o temprano acabaría llegando, inevitablemente, de forma sutil, tempestuosa.

Nada ni nadie podía cambiar lo hechos que pasarían esa noche. Ese lamento a luz de luna, esa noche quieta.

Todos nos habíamos reunido donde se exigía, donde se nos pedía, en el punto más exacto, en el rincón más perfecto, en el momento minuciosamente requerido por esa noche quieta.
Boo llevaba todo lo que debía, iba con el alargado atuendo morado que usa a la luz de la luna llena, y con los ojos llevados, comerciados y vendidos por una fuerza mayor, dirigida casi sin destino al mar.

Tan solo nosotros siete, unos pocos y tristes afortunados sin fortuna quedábamos.  Tan solo nosotros siete, seis adultos, y un pequeño niño, de piel rosácea y resplandeciente, nacido tan solo hacía unas noches.

Pero debíamos de hacer lo que pidieron a Boo, o el destino caería sobre nosotros como se dijo en el libro. Y el libro jamás se equivoca.
El ruido de las olas rompiéndose, el olor a sal, el reflejo de la luz cercana, el dolor de un silencio, el esteticismo de la aparente parálisis en aquella noche. El murmullo de Boo, tan solo entendible por sí misma y aquellos seres que nunca antes habían hecho acto de presencia.

En aquellos momentos previos, justo mientras todos dibujábamos el signo del libro rojo, aquel que jamás debía de ser representado, comencé a sentir miedo. Un miedo en base a la inseguridad, ensalzado entonces por el dolor de tantas pérdidas, y por el mero pensamiento de los hechos que ocurrirían a continuación. Los hechos que debían de ser realizados, los hechos que jamás fueron permitidos pero que siempre fueron ocupación de nuestros pensamientos, nuestra idea como especie, como mera existencia, nuestros más profundos entresijos mentales, frutos de la desaparición, de la pervivencia de nuestra casi desaparecida raza, y del augurio indicado en el libro. En el libro rojo, pues nada podía asemejarse más a nuestro destino como el color de ese libro. El color de la sangre, del dolor, del desamparo, de la inquietud.

Boo se giró lentamente, de forma melancólica y pesarosa, para mirar fijamente a Lya, que sostenía a su pequeño bebé en brazos. Lya sabía lo que tenía que hacer, el único modo de traer a la criatura de vuelta, de traer al tritón de nuevo entre nosotros, y conseguir nuestra definitiva recompensa.

Cuando Boo hablaba en un murmullo con aquellos espíritus que tan solo ella escuchaba, una segunda y profunda voz, que parecía salida de lo más profundo de sus pulmones y de la parte más oscura de su propia alma, declaró a todos, una vez más, las intenciones de esta aparición.

Pero en aquel momento era incapaz de escuchar nada, todo en mí rezumaba pánico, inquietud, silencio y dolor. Tan solo era capaz de interiorizar lo que iba a venir. El tritón, el tritón nos daría la llave a la salvación, la llave a la vida eterna, la llave a la preservación de nuestra extinta raza. El acorde del diablo.

Tan solo pensar en aquello hizo que una oleada de sudores fríos ascendieran por mi columna velozmente, como un presagio del futuro cercano. Y cuando parecía que podría dar marcha atrás, en el momento en el que creía tener la posibilidad de volver por donde habíamos venido y aceptar nuestro destino y condición, Boo ya tenía al bebé en brazos, y estaba ascendiendo a la roca.

Lya tan solo podía llorar, pero este era un lamento silencioso, extremamente silencioso, agobiante, ahogado, y más sincero que ningún otro.

La voz de Boo retumbaba mientras recitaba el hechizo, y justo cuando el oleaje se revolvió, y del fondo del océano ascendió la figura de un aparente humano, que al llegar a la altura de Boo recogió al bebé y, acto seguido, descendió junto a él a lo más profundo del océano, en un silencio apabullante, asfixiante, doloroso, incomprensible.

Aquella criatura, con apariencia humana tan solo a medias, contenía algo inaudito, algo que jamás hubiera sido capaz de siquiera imaginar, pues no contenía piernas, sino escamas. 
Infinitas escamas que le atravesaban resplandecientes para terminar en dos colas alargadas, enroscadas entre sí, dando un aspecto de autenticidad y elegancia que era imposible de ser concebido por una sola mente, al menos por una mente humana.

Y Boo, tras un ligero contoneo, se giró hacia nosotros y anunció la que parecía la mayor noticia que jamás habríamos de oír, pero ninguno de nosotros pudo alegrarse.

Teníamos el acorde, el acorde del diablo, el acorde que el tritón había cantado en una voz insonora para todos nosotros, excepto para los oídos de la anciana Boo.

Y, sin demora gritó, desde la posición en la que estaba, su pacto, su pacto con el mismísimo demonio, nuestra vida eterna a cambio de la vida de ese bebé, y justo después de sus gritos, se dispuso a interpretar aquellas notas infernales, chillonas y dolorosas con su flauta de madera, que ella había dominado años antes de todo lo ocurrido.

Y los cielos se tornaron negros. 

Y la luz desapareció. 

Y rayos rojos descendieron a nuestro alrededor, resplandecientes como los del sol. Y cuando todo pareció haber perdido el sentido, cuando las aguas parecían fuego y la tierra parecía el mismo oleaje, las nubes resultaban sólidas y las rocas recobraban vida, el silenció se alzó de nuevo hasta que se rompió con el sonido de una maléfica risa.

Y unas criaturas descendieron entonando dolorosos gritos, con afiladas garras, que usaron para tan solo una determinante finalidad. Matar.

Decenas, centenas de criaturas descendían de los cielos, horripilantes, gritando sonidos inaguantables para un oído, arañándose unas a otras, pues parecían mujeres, pero siendo mujeres, contenían las alas más oscuras que jamás había visto.

Matar, matar a Lya, a Boo, y al resto de nosotros, mientras aquella noche quieta se alzaba, y el silencio había sido roto, por las notas más tortuosas que jamás hube escuchado.


Jorge Erostarbe Ochoa

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