Cambiamos de tercio y os
presentamos una metáfora de lo más gráfico sobre la vida como sucesión de
obstáculos que salvar y cimas que coronar. Firma tan pesimista relato el gran
Kosma Campanón Kublin, nuestro corresponsal oficial, que nos alivia de tanta
carga al final, eso sí, con el poder redentor del amor. Lean, si no, este
relato, que ha obtenido el segundo premio en la categoría C, para alumnos de 1º
y 2º de Bachillerato. ¡Enhorabuena, Kosma!
“LA VIDA ES DEMASIADO CORTA”
(K0sma Campanón
Kublin, 2º Bachillerato)
Aquella
mañana el sol salió lentamente, como si le quedase poco tiempo antes de
apagarse. Lo observé unos instantes con una amplia sonrisa y me dirigí al
lavabo donde vi en el reflejo de ese sucio espejo un rostro cansado con muchas
canas y un solo ojo de color verde pistacho. Tras asearme durante unos minutos,
entré en la cocina fijándome en las sobras de la fiesta familiar de anoche.
Quedaba algo de vino, tarta de arándanos, mi favorita, algunos cachos de pan y
el buen jamón que trajo mi hijo de Extremadura.
Después
de haber recordado la épica noche que pasamos entre risas y whatsapps, término
que aún no entendía con claridad, me acerqué a la nevera y una sensación de
remordimiento me recorrió el alma cuando mis ojos se cruzaron con la foto de mi
difunta mujer, la cual estaba pegada al frigorífico con unos imanes de colores
que mis nietas habían colocado detalladamente. Se me disolvió el apetito, así
que comencé a pensar en qué hacer para pasar la mañana. Al cabo de unos segundos,
se me ocurrió subir al tejado para observar la hermosa ciudad donde vivía, pues
aunque soy viejo, todavía conservo suficientes dotes como para que noventa
peldaños me hagan frente.
Comencé
a subir. Cuando iba por el tercer peldaño, recordé aquella tarde en el parque
cuando apenas tenía tres años y mi madre me gritaba como una loca para que me
quitase del medio de la carretera. Ignorante del peligro, me senté, pues
siempre fui un niño tranquilo y obediente.
Ya
me encontraba en el décimo escalón y se me vino a la mente un suceso que
ocurrió cuando tenía diez años de edad. Estábamos en la escuela cuando llegó el
conserje y me mandó salir de clase. Estaba algo inquieto cuando vi a mi madre
llorar desconsoladamente y a todos mis hermanos mayores abrazándola. Mi padre
había muerto hacía unas horas en el trabajo, a causa de una enorme placa de
cemento que le cayó encima mientras la intentaba soldar a lo que iban a ser las
paredes de un lujoso edificio del centro de la ciudad. Cuando esta se soltó y
cayó encima de mi padre, solo dejó de él una mancha de sangre que ni siquiera
pudimos ver.
Había
superado el vigésimo escalón y mis piernas comenzaban a fatigarse, cuando mis
ojos encontraron el título de veterinario que colgaba de la pared, el cual
logré superar en la Universidad de Barcelona. A medida que pasaban los
peldaños, comenzaban a venirme más y más recuerdos de mi próspera vida.
Conseguí llegar a la primera planta de la casa, aunque con consecuencias. Me
sentía bastante mal, las manos me sudaban y comencé a temblar, así que me senté
en un viejo sillón azul aterciopelado. Ese fue mi revolucionario e innovador
regalo de bodas. Era cómodo y suave y aún conservaba las marcas de cigarrillos
que mi hijo mayor me ocultaba. Después de un buen rato smido en un profundo
sueño, cogí mi cachaba y con mucho esfuerzo logré ascender hasta la segunda
planta, donde tras muchos y agotadores intentos atrapé el álbum de fotos que se
escondía debajo del mueble-bar. Lo abrí por la primera página y comencé a
llorar como un niño debido a esa dichosa foto de mi mujer, por lo que tiré el
álbum con todas mis fuerzas hacia la ventana, la cual se rompió dando paso al
pesado libro que cayó justo encima de mi energúmeno vecino.
Solo
tardé cinco minutos en subir los treinta escalones que separaban la segunda de
la tercera planta, pero muy pronto me arrepentí, no recordaba que en la tercera
planta fue donde falleció mi mujer. En ese momento me desvanecí, las gafas se
me partieron al chocar con el duro suelo de piedra, el bastón rodó escaleras
abajo, el mundo me aplastaba. Tras varios minutos inconsciente, me levanté y
observé que mi hijo pequeño me sujetaba y arropaba con una manta. Me sorprendió
mucho que se atreviera a subir, ya que sufre claustrofobia y los espacios de la
casa en la segunda y tercera planta no son muy extensos. De repente oí la
sirena de la ambulancia y le pregunté a mi hijo qué pasaba. Él me contestó que
venían a ayudar. Me volví a desmayar.
Desperté
en el hospital en una sala blanca llena de viejos chochos y malolientes a punto
de morir. Me percaté de que estaba enchufado a una serie de máquinas que medían
toda clase de cosas, desde los latidos del corazón hasta la tensión que
ejercían mis párpados sobre mis ojos. Observé cómo mi familia al completo venía
a toda prisa para abrazarme con todas sus fuerzas y me decían cosas bonitas
para que me sintiera mejor. Tanto mis ojos como los de todos ellos se inundaban
al verme en tan buen estado, así que no se les ocurrió otra cosa mejor que
despedirme de este mundo con un abrazo tan grande que me dejó literalmente sin
oxígeno. Ya no había tensión.
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