Con un título de lo más exhaustivo, constituido por todas
las palabras clave del certamen y un estilo más que llamativo, del que quien
desde aquí os habla destacaría la magnífica adjetivación, llega el relato ganador
de la categoría A, para alumnos de 1º y 2º de la ESO, firmado por Gabriel
Alonso Enríquez de 2º de la ESO B. ¡Enhorabuena, Gabriel!
“LA TENSIÓN POR ENCONTRAR LA ESCALERA COMO UN ENERGÚMENO, PARA LIBERARSE DE LA CLAUSTROFOBIA”
(GABRIEL ALONSO ENRÍQUEZ, 2º B DE LA ESO)
Pasaba la tarde, las sombras se alargaban, los caminos
comenzaban a desdibujarse, el lecho de hojas secas ni siquiera crujía, blandas
por la humedad dejaban pasar las pisadas, con un profundo silencio. El canto de
los pajarillos apenas se oía, la tarde tocaba a su fin.
Aquel día de invierno, tras caminar hasta el anochecer, no
se le ocurrió otra cosa que acercarse hasta el castillo abandonado, quería ver
las sombras de la noche en él. Caminó por alrededor de la vieja muralla ahora
derruida por el paso de los siglos. Aquella que en su día se mostraba
impenetrable. Hoy de un simple salto, como él hizo, se podía colar cualquiera
en aquella propiedad de antiguos linajes.
Lo que nunca intuyó era aquel agujero en la hierba, lo que
le supuso el desliz más desafortunado de su vida. Mientras caía, pensó que aquel
pasadizo nunca lo había visto, ni había oído hablar de él. Su cuerpo rebotó
entre las paredes de aquella especie de túnel excavado en la roca y que de
forma inclinada terminaba en un sótano olvidado.
Magullado, dolorido, pero afortunadamente entero y vivo,
tardó un rato en recomponerse; no entendía nada, ni qué había pasado, ni dónde
estaba. Solo acertaba a recordar que se había sentido engullido por un agujero
desconocido. Y mientras sus manos buscaban la vieja linterna a tientas, notaba
como un líquido caliente salía de las heridas sufridas. Apenas llegaban los
últimos rayos de luz por algunos huecos del techo a aquel lugar olvidado. De
pronto su cuerpo se convulsionó, dio varias vueltas sobre sí mismo, como
buscando una salida, pero no tenía en su memoria aquel lugar. Sí que en alguna
ocasión, en el pueblo había oído alguna historia de unas mazmorras olvidadas en
el tiempo. Algo lejano en la memoria le decía que una escalera extraña tras un
muro bajaba a las profundidades del castillo, pero también recordaba con
nitidez que nadie había bajado, que él recordase. En ese momento, con la
constancia de saberse perdido y encerrado, comenzó a dar manotazos en la
oscuridad, a comportarse como un energúmeno, intentó escapar de aquellas
mazmorras, poseído por una tensión desconocida. Nunca había sentido nada igual,
en el interior de su cuerpo se debatía una impresionante pelea por querer estar
sereno, pero no había forma, arrasaba todo a su paso, ignoraba que padeciera
una enfermedad tan evidente, pero al mismo tiempo tan desconocida para él. No
lograba encontrar la escalera salvadora, la que al fin le llevara a la luz de la
noche, la que le alejara de aquel sórdido lugar.
Por su mente pasaron aquellas historias que había leído en
su juventud en aquellos relatos breves, aquellos horrores que contaban de aquel
castillo abandonado. Ahora sabía que no se podía jugar con el pasado, con las
leyendas. Ahora valoraba en la forma más terrorífica lo que significaba padecer
claustrofobia, ahora acababa de descubrir el pánico que suponía encontrase
encerrado sin saber salir de un lugar tan tenebroso. No volvería a bromear con
los veraneantes que se aventuraban en las vacaciones, a deambular por las
inmediaciones del castillo.
Ahora experimentaba de nuevo esa tensión infinita que precede
casi al suicidio, cuando no puedes salir de un lugar al que nadie sabe que has
ido. Sentía cómo la claustrofobia le atenazaba la mente y las manos, ni
siquiera comportarse como un energúmeno poseso le había devuelto el camino de
salida. No lograba encontrar la escalera que sabía escondida tras un muro
maestro. Incluso pensaba que ya nunca saldría con vida, y pensó que los
veraneantes encontrarían su cadáver mutilado por las alimañas al llegar las
vacaciones de verano.
De pronto y ya con la noche prieta, a lo lejos, como si
quisiera marcarle una salida, oía los aullidos de un lobo, unos aullidos que lo
situaban en un lugar del castillo que creía reconocer, ya sin fuerzas y
arrastrándose por las mazmorras, se fue dirigiendo hacía el lugar de donde
provenían los sonidos, pero en su mente aquellos aullidos eran horrorosos,
retumbaban en lo más profundo de su cerebro, pero de nuevo se bloqueaba,
caminaba arrastrándose por aquellos sótanos inmundos, no lograba ver ni un rayo
de luna en el techo de aquellas bóvedas, era incapaz de reaccionar en el buen
camino, las uñas de sus dedos estaban destrozadas de rozar con las paredes de
aquella mazmorra; pero al doblar una esquina de aquel laberinto subterráneo,
tropezó con el primer peldaño de la escalera, la escalera que le salvaría la
vida, pensó. Y comenzó a trepar por ella como podía, ciego por salir.
Sin saber cómo, el frío de la noche golpeó su rostro, se
encontró de pronto, en lo que parecía antaño un pozo en el centro del patio de
armas del castillo. Y alzando la vista pudo ver las estrellas, entre las ramas
desnudas de los árboles. Había llegado a la calle, se olía el pánico, se sentía
el corazón con latidos como campanazos de la torre de la iglesia. Entonces la tensión
acumulada, de repente le hizo tumbarse en el suelo,
encogerse y romper a llorar como un
chiquillo. Ni la presencia cercana del lobo parecía asustarlo. En el fondo aquel
animal, no estaba allí para asustarlo, estaba allí para salvar su vida. Pero
eso lejos de entenderlo, es como para contar otra historia. Y a esa, hoy no
hemos venido.
Hoy nos quedaremos con la tensión por encontrar la escalera
como un energúmeno, para liberarse de la claustrofobia.
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