domingo, 10 de mayo de 2015

CONCURSO DE RELATOS DEL IES DOCTOR SANCHO DE MATIENZO (II)



Con un título de lo más exhaustivo, constituido por todas las palabras clave del certamen y un estilo más que llamativo, del que quien desde aquí os habla destacaría la magnífica adjetivación, llega el relato ganador de la categoría A, para alumnos de 1º y 2º de la ESO, firmado por Gabriel Alonso Enríquez de 2º de la ESO B. ¡Enhorabuena, Gabriel!
                                              
“LA TENSIÓN POR ENCONTRAR LA ESCALERA COMO UN ENERGÚMENO, PARA LIBERARSE DE LA CLAUSTROFOBIA” 
(GABRIEL ALONSO ENRÍQUEZ, 2º B DE LA ESO)
Pasaba la tarde, las sombras se alargaban, los caminos comenzaban a desdibujarse, el lecho de hojas secas ni siquiera crujía, blandas por la humedad dejaban pasar las pisadas, con un profundo silencio. El canto de los pajarillos apenas se oía, la tarde tocaba a su fin.
Aquel día de invierno, tras caminar hasta el anochecer, no se le ocurrió otra cosa que acercarse hasta el castillo abandonado, quería ver las sombras de la noche en él. Caminó por alrededor de la vieja muralla ahora derruida por el paso de los siglos. Aquella que en su día se mostraba impenetrable. Hoy de un simple salto, como él hizo, se podía colar cualquiera en aquella propiedad de antiguos linajes.
Lo que nunca intuyó era aquel agujero en la hierba, lo que le supuso el desliz más desafortunado de su vida. Mientras caía, pensó que aquel pasadizo nunca lo había visto, ni había oído hablar de él. Su cuerpo rebotó entre las paredes de aquella especie de túnel excavado en la roca y que de forma inclinada terminaba en un sótano olvidado.
Magullado, dolorido, pero afortunadamente entero y vivo, tardó un rato en recomponerse; no entendía nada, ni qué había pasado, ni dónde estaba. Solo acertaba a recordar que se había sentido engullido por un agujero desconocido. Y mientras sus manos buscaban la vieja linterna a tientas, notaba como un líquido caliente salía de las heridas sufridas. Apenas llegaban los últimos rayos de luz por algunos huecos del techo a aquel lugar olvidado. De pronto su cuerpo se convulsionó, dio varias vueltas sobre sí mismo, como buscando una salida, pero no tenía en su memoria aquel lugar. Sí que en alguna ocasión, en el pueblo había oído alguna historia de unas mazmorras olvidadas en el tiempo. Algo lejano en la memoria le decía que una escalera extraña tras un muro bajaba a las profundidades del castillo, pero también recordaba con nitidez que nadie había bajado, que él recordase. En ese momento, con la constancia de saberse perdido y encerrado, comenzó a dar manotazos en la oscuridad, a comportarse como un energúmeno, intentó escapar de aquellas mazmorras, poseído por una tensión desconocida. Nunca había sentido nada igual, en el interior de su cuerpo se debatía una impresionante pelea por querer estar sereno, pero no había forma, arrasaba todo a su paso, ignoraba que padeciera una enfermedad tan evidente, pero al mismo tiempo tan desconocida para él. No lograba encontrar la escalera salvadora, la que al fin le llevara a la luz de la noche, la que le alejara de aquel sórdido lugar.
Por su mente pasaron aquellas historias que había leído en su juventud en aquellos relatos breves, aquellos horrores que contaban de aquel castillo abandonado. Ahora sabía que no se podía jugar con el pasado, con las leyendas. Ahora valoraba en la forma más terrorífica lo que significaba padecer claustrofobia, ahora acababa de descubrir el pánico que suponía encontrase encerrado sin saber salir de un lugar tan tenebroso. No volvería a bromear con los veraneantes que se aventuraban en las vacaciones, a deambular por las inmediaciones del castillo.
Ahora experimentaba de nuevo esa tensión infinita que precede casi al suicidio, cuando no puedes salir de un lugar al que nadie sabe que has ido. Sentía cómo la claustrofobia le atenazaba la mente y las manos, ni siquiera comportarse como un energúmeno poseso le había devuelto el camino de salida. No lograba encontrar la escalera que sabía escondida tras un muro maestro. Incluso pensaba que ya nunca saldría con vida, y pensó que los veraneantes encontrarían su cadáver mutilado por las alimañas al llegar las vacaciones de verano.
De pronto y ya con la noche prieta, a lo lejos, como si quisiera marcarle una salida, oía los aullidos de un lobo, unos aullidos que lo situaban en un lugar del castillo que creía reconocer, ya sin fuerzas y arrastrándose por las mazmorras, se fue dirigiendo hacía el lugar de donde provenían los sonidos, pero en su mente aquellos aullidos eran horrorosos, retumbaban en lo más profundo de su cerebro, pero de nuevo se bloqueaba, caminaba arrastrándose por aquellos sótanos inmundos, no lograba ver ni un rayo de luna en el techo de aquellas bóvedas, era incapaz de reaccionar en el buen camino, las uñas de sus dedos estaban destrozadas de rozar con las paredes de aquella mazmorra; pero al doblar una esquina de aquel laberinto subterráneo, tropezó con el primer peldaño de la escalera, la escalera que le salvaría la vida, pensó. Y comenzó a trepar por ella como podía, ciego por salir.
Sin saber cómo, el frío de la noche golpeó su rostro, se encontró de pronto, en lo que parecía antaño un pozo en el centro del patio de armas del castillo. Y alzando la vista pudo ver las estrellas, entre las ramas desnudas de los árboles. Había llegado a la calle, se olía el pánico, se sentía el corazón con latidos como campanazos de la torre de la iglesia. Entonces la tensión acumulada, de repente le hizo tumbarse en el suelo, encogerse y romper  a llorar como un chiquillo. Ni la presencia cercana del lobo parecía asustarlo. En el fondo aquel animal, no estaba allí para asustarlo, estaba allí para salvar su vida. Pero eso lejos de entenderlo, es como para contar otra historia. Y a esa, hoy no hemos venido.
Hoy nos quedaremos con la tensión por encontrar la escalera como un energúmeno, para liberarse de la claustrofobia.

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